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Los peligros ocultos de freír con aceites vegetales: compuestos similares al humo del tabaco |
¿Comer patatas fritas puede tener efectos similares a fumar tabaco? Aunque parezca exagerado, diversas investigaciones científicas han puesto el foco en los compuestos tóxicos que se generan al freír alimentos en aceites vegetales industriales a altas temperaturas. Entre ellos se encuentran sustancias como la acrilamida, el formaldehído o las aminas heterocíclicas, todas con propiedades mutagénicas, genotóxicas e implicadas en enfermedades crónicas graves.
Cuando los aceites vegetales industriales, como los de girasol refinado, maíz o soja, se calientan por encima de ciertos límites, especialmente en procesos como la fritura profunda, se oxidan y generan lo que se conoce como productos de oxidación lipídica. Estos productos incluyen aldehídos, hidrocarburos aromáticos policíclicos y otros compuestos potencialmente carcinógenos.
Estudios publicados en revistas como Food and Chemical Toxicology o Journal of Agricultural and Food Chemistry han evidenciado que el humo que emiten los aceites vegetales calentados puede contener formaldehído, acetaldehído y otros contaminantes orgánicos volátiles con un perfil toxicológico similar al del humo del tabaco.
La acrilamida es un subproducto químico que se forma en alimentos ricos en almidón, como las patatas, cuando se cocinan a altas temperaturas (más de 120 °C), sobre todo al freírlos o asarlos. Clasificada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como “posiblemente carcinogénica para los humanos”, la acrilamida ha sido objeto de regulaciones estrictas por parte de la Unión Europea desde 2018.
Además de su efecto potencialmente mutagénico, la exposición crónica a este compuesto ha sido relacionada con estrés oxidativo, daño celular, inflamación sistémica y un mayor riesgo de enfermedades como el cáncer o trastornos neurodegenerativos.
La estabilidad térmica de los aceites es clave para reducir la formación de sustancias tóxicas. En este sentido, los expertos recomiendan evitar los aceites vegetales refinados de semillas, muy propensos a la oxidación. En cambio, alternativas como el aceite de oliva virgen extra —rico en antioxidantes naturales— o incluso la grasa animal (como el sebo o la manteca) presentan mayor estabilidad frente al calor y generan menos productos nocivos al freír.
Según un estudio de la Universidad de Navarra, el aceite de oliva virgen extra mantiene mejor su perfil lipídico incluso después de varios ciclos de fritura, frente a otros aceites vegetales que pierden rápidamente sus propiedades y producen altos niveles de aldehídos tóxicos.
Más allá del aspecto nutricional, la discusión sobre el uso de aceites en la hostelería y la restauración toca también elementos económicos y políticos. El precio del aceite de oliva ha subido más de un 60% en los últimos dos años, lo que lo ha convertido en un ingrediente de lujo para muchas cocinas comerciales.
Mientras tanto, los aceites vegetales refinados, más baratos y con menor valor nutricional, siguen siendo los más utilizados, incluso en espacios donde la salud pública debería ser prioritaria. Algunos críticos apuntan a una falta de coherencia entre políticas de salud, como las leyes anti-tabaco, y el mantenimiento de prácticas alimentarias que exponen a la población a compuestos igualmente perjudiciales.
Otro aspecto polémico está en el origen y destino de los ingredientes más utilizados en cadenas de comida rápida. Grandes superficies de monocultivo intensivo se destinan a producir variedades de patata pensadas para freír en aceite vegetal barato. Empresas multinacionales, con figuras reconocidas por su papel en la filantropía global, son propietarias o inversoras en estas cadenas productivas.
En este modelo, la salud del consumidor queda supeditada a intereses económicos y estrategias globales de producción masiva. Y mientras se promueven campañas educativas sobre nutrición y salud pública, muchas de las decisiones que afectan a lo que llega a nuestro plato se toman en despachos ajenos a los principios de sostenibilidad y seguridad alimentaria.
Comparar fumar con comer patatas fritas puede parecer una provocación, pero no está exento de base científica. Ambas prácticas pueden exponer al organismo a sustancias con potencial tóxico, especialmente cuando se usan aceites vegetales refinados a altas temperaturas. La clave está en la educación alimentaria, la transparencia y la regulación.
Como consumidores, tenemos derecho a conocer qué compuestos se generan en los alimentos que ingerimos y cómo podemos reducir su impacto en nuestra salud. Promover el uso de grasas más estables y recuperar prácticas culinarias tradicionales puede ser una vía para comer mejor y vivir con más salud.
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